lunes, 2 de junio de 2014

Una suerte de unidad


Revisando acuarelas de hace unos años veo cómo ha cambiado desde entonces el jardín.


El jazmín de las Azores aparece en la acuarela como un pequeño arbusto, y ahora es una magnífica enredadera que cubre el ventanal.


 Los Pendientes de la Reina que tardaron en agarrar comienzan a dar sus primeras flores fucsias y se encaraman en la jardinera del muro.


Hay un nuevo frutal en el arriate central, un membrillo de dulce apariencia, con sus hojas aterciopeladas y talle aún fino, pero que crece sano y fuerte junto a especies anteriores que han ganado en tamaño, y otras plantas más recientes que pueblan jardineras y rincones.

 


 Miro el jardín hoy, miro las acuarelas de ayer y veo que es en la naturaleza donde mejor se refleja el paso del tiempo. Y que el jardín de una casa actúa como un espejo que nos devuelve la mirada a nosotros mismos. Es como ver crecer a un niño. Asistes a la transformación diaria casi sin darte cuenta, y de repente, un día descubres que ha crecido y que todo ha cambiado.



Vuelvo a recordar lo que la naturaleza siempre nos recuerda: que todo está sujeto al cambio, que nada  permanece igual de un instante al siguiente, y lo más asombroso de todo, que esa transformación se sucede de forma constante, aunque no nos demos cuenta. Que es echando la vista atrás cuando se advierte el sentido, cuando se aprecia la magnitud del cambio, y nos llevamos las manos a la cabeza para exclamar asombrados “¡Pero bueno, qué grande está este niño”. 



Y sin embargo, hay algo en ese niño que nunca cambia, igual que en el jardín, o en ese río en cuyas aguas nunca te bañarás dos veces. Algo que reside en cada parte y en cada uno de nosotros, que trasciende cualquier concepto o apariencia, que nos conecta con el todo y con todos. Una suerte de unidad, que al igual que la impermanencia, olvidamos con frecuencia.