El abuelo Salvador siempre tenía caramelos de La Pajarita y de Violetas que compraba en las bombonerías de la Puerta del Sol y de la Plaza de Canalejas cuando iba a Madrid. Luego, la abuela María Rosa nos los daba a los nietos cuando íbamos a su casa.
Me encantaba aquella ceremonia,
seguir a la abuela, como a hurtadillas, para entrar en su dormitorio, tan
recogido, tan limpio, tan en silencio y en penumbra. La abuela María Rosa abría
entonces con la llavecita dorada el portón de madera del antiguo armario,
sacaba los caramelos y me los daba. Por aquel entonces aquellos caramelos me
parecían demasiado duros y no apreciaba tanto su sabor como el ritual para
conseguirlos y lo bonitos que eran. Los de pajarita, de colores brillantes y
rectangulares, demasiado grandes para la boca de una niña; y los de violeta,
pequeñitos y con la forma de la flor. Los de violeta eran los que más me
gustaban, la textura empalagosa, el intenso aroma que
desprendían cuando los saboreabas. Me parecía que comía perfume, y me
encantaba.
Hace más de veinticinco años que
no pruebo esos caramelos, pero el sabor y el aroma se han quedado grabados en
mi memoria con la misma dulzura que se ha quedado grabado el amor de mis
abuelos. Y eso me hace pensar que el aroma de las flores encierra el mismo
misterio que el de los recuerdos de infancia; son frágiles y profundos, a la
vez que intensos y llenos de fuerza.