miércoles, 26 de diciembre de 2018

Felices neuropéptidos


Hay personas a las que la realidad que les rodea le es favorable y no necesitan recurrir a la imaginación para sobrevivir. Otras, cuya realidad es triste y que sin apelar a la imaginación, van sucumbiendo a su propio entorno y muriendo poco a poco.

Y hay gentes capaces de cambiar la realidad a su antojo. Se tumban boca arriba sobre el agua, bajo un cielo gris encapotado, y ven cruzar bandadas de ibis sagrados, aves del paraíso, guacamayos de plumajes iridiscentes, nectarinas malaquitas de cresta roja, cacatúas blancas resplandecientes, quetzales que dejan la estela de su paso ondeando las plumas de su cola.



Y el cielo sigue encapotado, pero sus miradas brillan como faros en la tormenta.

Son estas mismas personas las que viven los sueños en la realidad, o las que transforman su realidad en un sueño. Las que tras una profunda confusión, despiertan dentro del sueño para saberse despiertos, y volver a despertar dentro de ese mismo sueño; y ya no confundirse más, porque entre vigilia y sueño, asienten con Segismundo, y con su padre Calderón, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

La realidad limitadora no es más que un velo sutil de una araña traicionera, pícara de inmortal belleza, que se ríe con descaro por vernos enmarañados en su prodigioso tapiz. Cierto es que los contrarios abundan en esta vida, que la alegría y el llanto pujan por la misma salida. No es más cierto uno que otro, tanto monta, monta tanto… y si lo ves con los ojos claros de un alba nueva, el enredo que lamentas, la miseria que se adhiere como liana a la planta de tus pies, todo queda reducido a una fiesta singular, un jolgorio, un aplazar, un salirse de esa danza macabra que es la existencia cuando se mira desde un único ángulo.

El que imagina, sobrevive. La imaginación no es una fórmula de supervivencia basada en el escapismo o la huida. Es una fórmula inteligente de supervivencia, que bien planteada y dirigida, consigue reponernos de la adversidad y transformarla en una circunstancia favorable.

Neuropéptidos, los emisarios del alma, los comunicadores entre la mente y el cuerpo, los hacedores de nuevas realidades.


viernes, 9 de febrero de 2018

Cuaderno de imperfecciones. Imperfección 4

Qué imperfecto el tiempo medido cuando lo empleamos de forma desmedida.

Vivimos tan limitados por el concepto tiempo que nos cuesta experimentarnos fuera de él. Nos hemos acostumbrado a medir cada segundo de nuestra vida. Le hemos atribuido al tiempo una cualidad de machete de la existencia. Y cuando nos vemos inmersos en una experiencia atemporal, nos sentimos raros al romperse el hechizo y salir de ella. Nos queda cierta sensación de angustia, como de haber perdido el tiempo por haber estado más allá de él.

Aprisionamos el tiempo en un aparato minúsculo al que le hemos otorgado un poder inconmensurable. Y ahí está, con su tic-tac, devorándolo todo cual hombrecillo gris salido de las páginas de Momo. Con su cadencia restrictiva, con su latido de segundos. Y uno más, y ahí va otro, y pesa. Se hace denso como la más densa de las materias.



El contrasentido del tiempo, lo que más apreciamos de la vida y lo que más sentido le quita al sentir que nos falta.

Olvidamos que el no tiempo también existe. Lo relegamos a un lugar que visitamos en menos ocasiones de las que nos vendría bien.

Trascender el tiempo, romper el yugo, liberarse de su esclavitud. Instalarse en un presente continuo más a menudo, con una conciencia plena y alerta. En ese “ahora” que es el único tiempo que está fuera del tiempo. Sin referencias de pasado ni de futuro, sin un principio ni un fin.


jueves, 11 de enero de 2018

¿Qué estará mirando Selva?

 Apostada en el alféizar de la ventana del estudio o en el del baño. Recostada en el poyete del ventanal del salón, o alerta sobre la mesilla de noche frente a la ventana del dormitorio.



Dale una ventana a Selva y tendrás a una gata hierática esperando la llegada de las naves de Ulises. Minutos eternos mirando a lontananza, escudriñando los misterios del más allá.

Y yo me pregunto, qué estará mirando Selva.
Por mucho que mire, no consigo ver lo que ella ve.
Por más atención que preste, no acierto a oír ni el más leve chasquido del sinfín de sonidos que ella percibe.

Mi gata husmea el aire y alza la cabeza, intercepta olores que ni siquiera imagino, ¿será un banco de peces dirigiéndose a África? ¿El gato gris que acaba de cruzar la calle, o un nuevo perro residente en el vecindario?

Mueve las orejas de forma extraña. La derecha la inclina ligeramente hacia delante, el pabellón izquierdo lo gira de forma casi imperceptible hacia atrás. La mirada clavada en un punto fijo. Trato de imaginar el rabo de una lagartija que, de un latigazo, ha hecho crujir una hoja seca de hiedra al fondo del jardín, o puede que sea una lombriz abriéndose paso bajo tierra.
Quién sabe.



Mi gata y yo vivimos realidades distintas, y a mí se me escapa la suya.

Sin lograr descifrar ninguna de las cuestiones que me intrigan, vuelvo a la lectura de mi libro, y me conformo con la esfinge de su compañía.

La dejo allí, en su mundo. Un mundo que se sucede en el mismo tiempo y espacio que el mío y que, sin embargo, se presenta tan sutil, tan ajeno y desconocido.