Apostada en el alféizar de la ventana del estudio o en el del baño. Recostada en el poyete del ventanal del salón, o alerta sobre la mesilla de noche frente a la ventana del dormitorio.
Dale una ventana a Selva y tendrás a una gata hierática esperando
la llegada de las naves de Ulises. Minutos eternos mirando a lontananza, escudriñando
los misterios del más allá.
Y yo me pregunto, qué estará mirando Selva.
Por mucho que mire, no consigo ver lo que ella ve.
Por más atención que preste, no acierto a oír ni el más leve
chasquido del sinfín de sonidos que ella percibe.
Mi gata husmea el aire y alza la cabeza, intercepta olores
que ni siquiera imagino, ¿será un banco de peces dirigiéndose a África? ¿El gato
gris que acaba de cruzar la calle, o un nuevo perro residente en el vecindario?
Mueve las orejas de forma extraña. La derecha la inclina
ligeramente hacia delante, el pabellón izquierdo lo gira de forma casi
imperceptible hacia atrás. La mirada clavada en un punto fijo. Trato de
imaginar el rabo de una lagartija que, de un latigazo, ha hecho crujir una hoja
seca de hiedra al fondo del jardín, o puede que sea una lombriz abriéndose paso bajo
tierra.
Mi gata y yo vivimos realidades distintas, y a mí se me
escapa la suya.
Sin lograr descifrar ninguna de las cuestiones que me
intrigan, vuelvo a la lectura de mi libro, y me conformo con la esfinge de su
compañía.
La dejo allí, en su mundo. Un mundo que se sucede en el
mismo tiempo y espacio que el mío y que, sin embargo, se presenta tan sutil, tan ajeno y desconocido.