Releyendo las entradas anteriores sobre el confinamiento, y con el año casi transcurrido, me digo a mí misma, qué subidón que te dio, María. Qué esperanzas y qué ganas tenías de que este drama llamado covid sirviera para darle la vuelta al mundo. Para que nuestros políticos despertaran al fin, y se lanzaran a un cambio radical porque parece que, a estas alturas, es lo único que nos puede salvar de irnos todos a freír espárragos.
El año toca a su fin y el desencanto no puede ser mayor. Desencanto político, y también social, en el que me incluyo porque la sociedad somos todos y podríamos haber hecho más (sin incluir sanitarios y aquellos otros que lo dieron y dan todo). Hablo del ciudadano de a pie, de la gran mayoría, como yo, de ser más proactivos, de dar ejemplo a quienes nos gobiernan, parándoles los pies de forma asertiva y siempre pacífica, mostrándoles cómo queremos vivir en este planeta de verdad. Pero no lo hacemos (reitero lo de la mayoría, por suerte una minoría sí que lo hace). O hacemos menos de lo que podemos. En fin, se acepta, así somos y así son las cosas.
Es por esto que vuelvo a mi estado anterior. Me aburre la política actual de nuestro país, es soporífera y cero creativa. Cuando haya más profesionales en política cuyas inclinaciones acaben con el sufijo "ista", levantaré las orejas para prestarles atención (artistas, ecologistas, animalistas, humanistas y naturalistas). Mientras tanto, regreso a mi posición anterior, la que apuesta por el ser humano. Sin generalizar. Que aunque todos somos budas en potencia, hay que irlo demostrando tras mucho currar. Así que apuesto por el ser humano, pero de uno en uno. Hay que conocerse bien. Hay que conocer bien al otro. Con nuestras limitaciones, por supuesto. Y nuestros errores, y que cada uno fije sus máximos y mínimos permitidos. Y una vez el otro conocido ya decidiré si darle o no mi voto. El de la confianza, se entiende. Y por mi parte, pues a seguir trabajando. Puliendo a fondo el fondo para dar lo mejor que se pueda.