jueves, 11 de enero de 2018

¿Qué estará mirando Selva?

 Apostada en el alféizar de la ventana del estudio o en el del baño. Recostada en el poyete del ventanal del salón, o alerta sobre la mesilla de noche frente a la ventana del dormitorio.



Dale una ventana a Selva y tendrás a una gata hierática esperando la llegada de las naves de Ulises. Minutos eternos mirando a lontananza, escudriñando los misterios del más allá.

Y yo me pregunto, qué estará mirando Selva.
Por mucho que mire, no consigo ver lo que ella ve.
Por más atención que preste, no acierto a oír ni el más leve chasquido del sinfín de sonidos que ella percibe.

Mi gata husmea el aire y alza la cabeza, intercepta olores que ni siquiera imagino, ¿será un banco de peces dirigiéndose a África? ¿El gato gris que acaba de cruzar la calle, o un nuevo perro residente en el vecindario?

Mueve las orejas de forma extraña. La derecha la inclina ligeramente hacia delante, el pabellón izquierdo lo gira de forma casi imperceptible hacia atrás. La mirada clavada en un punto fijo. Trato de imaginar el rabo de una lagartija que, de un latigazo, ha hecho crujir una hoja seca de hiedra al fondo del jardín, o puede que sea una lombriz abriéndose paso bajo tierra.
Quién sabe.



Mi gata y yo vivimos realidades distintas, y a mí se me escapa la suya.

Sin lograr descifrar ninguna de las cuestiones que me intrigan, vuelvo a la lectura de mi libro, y me conformo con la esfinge de su compañía.

La dejo allí, en su mundo. Un mundo que se sucede en el mismo tiempo y espacio que el mío y que, sin embargo, se presenta tan sutil, tan ajeno y desconocido.