Tiene cuencos de agua repartidos por toda la casa, pero su preferido es el cubo celeste del baño. Siempre va allí a beber, al cubo donde se recicla el agua que cae de la ducha mientras se regula la temperatura.
No sé qué tendrá ese cubo. Antes
de beber, se queda clavada ante la superficie del agua y mira fijamente a lo
más profundo. Supongo que se pueden ver muchas cosas reflejadas en las
profundidades de un cubo celeste. O que se abre un portal a otros mundos. Al menos, eso es lo que parece cuando
coincide con su amigo el Caballito de Mar, el que vive en la alfombrilla del
baño y que siempre está riendo.
¡La de historias que se cuentan!
Una vez les oí sin querer. Cruzaba yo por el pasillo cuando escuché al Hipocampo hablando sobre una carrera en el fondo del mar en la que disfrutó
como un equino enano galopando entre las olas. Selva le escuchó con atención,
luego le habló ella sobre lo que se ve a través de la ventana del baño. Y es
que el caballo de agua, por mucho que se alce sobre su cola, solo alcanza a
vislumbrar un trocito de cielo azul. Azul celeste, como el cubo que les une.
Selva le cuenta sobre el jazmín que
ha empezado a brotar en la fachada de la esquina, de la copa del ciprés de la
casa de enfrente donde el mirlo hace su parada de rigor, de cómo cambiar el
color del mar cada día, de si le acaricia la lluvia o si se refleja poco o
mucho el sol sobre su superficie. Allí los dejé a lo suyo, y me retiré sin hacer
ruido, como un testigo involuntario y silencioso que se ve intimidado ante la
intimidad de otros.
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