Revisando acuarelas de hace unos años veo cómo ha cambiado desde entonces el jardín.
El jazmín de las Azores aparece en la acuarela como un pequeño arbusto, y ahora es una magnífica enredadera que cubre el ventanal.
Los Pendientes de la Reina que tardaron en agarrar comienzan a dar sus primeras flores fucsias y se encaraman en la jardinera del muro.
Hay un nuevo frutal en el arriate central, un membrillo de dulce apariencia, con sus hojas aterciopeladas y talle aún fino, pero que crece sano y fuerte junto a especies anteriores que han ganado en tamaño, y otras plantas más recientes que pueblan jardineras y rincones.
Miro el jardín hoy, miro las acuarelas de ayer y veo que es en la naturaleza donde mejor se refleja el paso del tiempo. Y que el jardín de una casa actúa como un espejo que nos devuelve la mirada a nosotros mismos. Es como ver crecer a un niño. Asistes a la transformación diaria casi sin darte cuenta, y de repente, un día descubres que ha crecido y que todo ha cambiado.
Y sin embargo, hay algo en ese niño que nunca cambia, igual que en el jardín, o en ese río en cuyas aguas nunca te bañarás dos veces. Algo que reside en cada parte y en cada uno de nosotros, que trasciende cualquier concepto o apariencia, que nos conecta con el todo y con todos. Una suerte de unidad, que al igual que la impermanencia, olvidamos con frecuencia.
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